El juego de voleibol en el que jugaba mi hija Patricia el pasado mes de abril era el decisivo para alzarse como campeonas del torneo. Venían de una racha de siete victorias y eran el único equipo invicto en la serie. El otro equipo tenía una derrota a su haber frente a las nuestras. Padres, abuelos y hermanos animábamos el juego con pitos, bocinas y gritos de apoyo mientras anotaban victoria en el primer set. Las chicas cayeron en el segundo set, pero teníamos nuestras esperanzas que ganaran el último set.
El sexteto estaba bien acopladas y su dirigente es una figura de mucho prestigio y experiencia en el mundo del voleibol por lo que una victoria era fácil de imaginar. Entonces sucedió lo impensable: perdieron el torneo y quedaron sub campeonas. Lo que se desató en los minutos siguientes al desenlace fue un verdadero drama. Llantos, gritos, gestos y abrazos. Mi hija, sin embargo, no derramó ni una sola lágrima ni manifestó frustración. Un “Mami perdimos” al fundirnos en un abrazo fue su única expresión.
La frustración se define como cuando no conseguimos nuestro objetivo. La frustración en los niños se manifiesta desde la cuna y durante su desarrollo en el plano familiar, académico, social y deportivo. Es en este último en el que he visto como padres aguerridos regañan a sus hijos e hijas si pierden algún partido deportivo. Esto resulta eventualmente en niños que no sólo temen a la reacción de sus padres, si no que no saben manejar su propia frustración.
Los niños heredan de nosotros los padres las herramientas para manejar la frustración. Somos nosotros quienes influenciamos con nuestras reacciones y respuestas ante situaciones adversas o de pérdida en gran medida su comportamiento. Debemos fomentar en ellos la expresión saludable, nada de gritos, golpes o llanto. Los padres tenemos que proveer a los hijos seguridad emocional y dejarlos explorar, conocer y aprender. Como padres tenemos que motivarlos a que se esfuerzen y den el máximo independiente del resultado. El diálogo con los nenes es sumamente importante en el proceso del manejo de frustración. Así evitaremos ansiedad o conductas agresivas en el futuro.
La frustración puede tener efectos positivos a largo plazo. Nuestros hijos aprenden a retarse y a esforzarse más. Por ejemplo si pierden un juego o partido o bajan la nota en una clase, pueden evaluar la forma de mejorar su conducta o desempeño. El verdadero aprendizaje nace de experiencias positivas y negativas. Fomentemos como padres un manejo adecuado de la frustración. Es parte de la vida.